Cabo Polonio

EL LUGAR DE LOS SUEÑOS PERDIDOS
Por: Federico Amigo

“A 500 metros, entrada al paraíso”, anuncia el cartel. Cinco cuadras más adelante, tras pasar un camino de tierra encerrado por dos largas hileras de árboles, los camiones 4x4 rompen un paisaje pletórico de naturaleza. Los todo-terreno son los vehículos encargados de adentrar a los visitantes en el preanunciado cielo terrenal.

Una vez instalado en ellos, empieza la aventura. El viaje al mundo sin agua corriente ni luz eléctrica, pero con una resplandeciente y oceánica luz propia dura unos veinte minutos. Unos pocos kilómetros separan al pavimento de la ruta 10 y al Cabo Polonio, una playa del noreste uruguayo que se configura como un páramo al que la aldea global aún no pudo penetrar. A mitad de camino el faro, construido en 1881 y declarado monumento histórico en 1976, es el primero en asomarse. Entre los medanos, que supieron estar entre los más altos de Sudamérica, él se erige como un punto referencial para los barcos y navíos que alguna vez conocieron las inclementes aguas de la costa del libertador José Gervasio Artigas.

Hoy el mar poloniense es gobernado por un puñado de pesqueros artesanales denominados chalanas, según el real diccionario del departamento uruguayo de Rocha. Los pescadores día a día desafían a la naturaleza en sus diminutos barcos y encuentran en el agua su sostén de vida. Pescadillas, corvinas, cazones, angelitos y algunos pocos tiburones quedan enmallados –cada vez menos- para luego ser vendidos al comprador que, como buen empresario de ciudad, paga poco y gana mucho.

Playa excéntrica y apacible, escape de la vorágine de la ciudad, parcela vanguardista que no acata las reglas establecidas, refugio donde el otro todavía existe y es parte de este mundo, reserva natural por excelencia son algunas de las acepciones del Cabo Polonio. Allí todo vale:
topless, pesca, trabajo, descanso, silencio, hombres, animales, alucinógenos, dunas, camionetas, carros, mujeres, niños forman su mística y coexisten en una misma arena, donde parece regir una única, paradisíaca –tal cual augura el cartel de bienvenida- y sagrada ley: la de la convivencia.

HISTORIA DE VIDA (Y DEBIDA)

Atiborrado de arena y ausente de calles, el Cabo atesora mil y una historias. Cada poblador esconde la suya. Germán, rebautizado como El Nene, es –aunque ya no esté corporalmente- uno de los tantos personajes del lugar. Pescador y lobero por obligación, cocinero por adopción y dicharachero por naturaleza, fue “un duende, un ser maravilloso” según palabras de una asidua visitante del Polonio. Quienes lo vieron, cuanto más unos segundos, difícilmente lo olviden. De rostro adusto, mirada profunda y una jerga tan conocedora como pícara, tan sencilla como hilarante, El Nene fue feliz con las pequeñas simplezas: la compañía de su perro -sordo, decía su dueño-, de su radio y de su quintita de perejiles –y otras yerbas, bromeaba- y también con su insustituible rancho de madera –precario para muchos, imprescindible para él-.

Su lección y elección final fue irse cuando lo creyo necesario. Un día de abril dejo de comer. Luego de tomar. Una semana después se encontró deshidratado y lejos de su casa, languideciendo en el Hospital de Castillos, la ciudad más cercana al Cabo. Fiel a su apodo se fue refunfuñando y peleando para no quedarse. Decidió que era tiempo de irse, quizás, sin saber que tras su última caminata un pequeño, pero acojedor pueblo y un sinfin de visitantes polonienses lo homenajeaban con un premio al que pocos pueden acceder: el recuerdo.


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